Sala de columnas - Cada uno de nosotros

Autor

ARCADI ESPADA

Cada uno de nosotros

Querido J:

La película de Von Trotta sobre Hannah Arendt tira hacia la mediocridad. ¡Hacia la banalidad! Era una película difícil, ciertamente. Pero la directora hace que lo parezca aún más. En cualquier caso, tiene la virtud de traer a la actualidad asuntos de interés que nunca han acabado de irse. Y el primero, la banalidad del mal, subtítulo. He leído una vez el libro de Arendt, Eichmann en Jerusalén, y lo he consultado muchas otras. Nunca he logrado entender lo que Arendt quería decir con el subtítulo. Viendo la película he llegado a sospechar que fuera una contribución personal de la idiota del New Yorker que aparece en la película. Pero creo que no. Creo que es de Arendt, de la peor y más heideggeriana Arendt. Ni siquiera ella misma logró aclararse respecto de la banalidad, el crimen de Eichmann y el crimen, conceptualmente hablando. Sus teorías de que el mal, a diferencia del bien, sólo es superficial; de que el mal es, por así decirlo, el no pensar, son puramente balbuceantes; y a pesar de lo que el final de la película promete, y tal vez fue su sincera intención, nunca llegó a desarrollarlas. No habrían merecido mayor atención si el sintagma la banalidad del mal no hubiera desembocado en un lugar común de una asombrosa viralidad periodística y en uno de los memœs más habituales a la hora de narrar la crónica del crimen, desde el momento seminal que, frente a un huerto de alcachofas microfónicas, la vecinita de enfrente declara con poderío que el descuartizador del cuarto era un hombre perfectamente normal. El problema es que la viralidad desborda las alcachofas.

Y ahí está, por ejemplo, Vargas Llosa escribiendo como un socialdemócrata: «Lo terrible de Eichmann es que no era un hombre excepcional, sino uno común y corriente. Lo que significa que todo hombre común y corriente, en ciertas circunstancias (una dictadura hitleriana, por ejemplo), puede convertirse en un Eichmann». En su balbuceo, Arendt escogió una acepción de banal (me dicen que en alemán banalität funciona más o menos del mismo modo que en español) más cercana a lo superficial que a lo común o a lo trivial. Pero el párrafo de nuestro escritor y toneladas de titulares periodísticos demuestran que ha sido la acepción de común la que se ha impuesto. ¡Lo extraordinario es que haya sido contra el propio criterio de Arendt!

En un momento del post scriptum que dedicó a la recepción que había tenido su libro ironizó inequívocamente contra «aquellos que no descansarán hasta haber descubierto un Adolf Eichmann en el carácter de cada uno de nosotros». Pero esta confusión es el justo castigo que merece la banalidad (la insustancialidad) de Arendt en este punto.

En la película de Von Trotta aflora otro asunto de interés, que a Arendt le costó los más amargos reproches de la comunidad judía: su denuncia de la actividad de los consejos judíos durante el genocidio. No era una novedad. Su primera formalización literaria estaba en el canónico libro de Raul HilbergLa destrucción de los judíos europeos, publicado en el mismo año 1961 del juicio de Eichmann y que Arendt leyó con aprovechamiento; incluso un punto excesivo, como cuando copia no sólo las conclusiones, no solo el tono, sino incluso las palabras de Hilberg. De hecho, la actitud de los consejos judíos ya había sido denunciada en el momento de los hechos. A propósito de su actuación en Budapest (no siempre exquisitamente moral, como se describe con hiriente claridad en Eichmann), Stephen Vizinczey me contaba una noche el viejo chiste: «Interior noche casa judía / Llaman a la puerta / Pánico general / Uno va abrir mientras los otros se refugian debajo de la cama / Se abre la puerta / Estentóreo resoplido de satisfacción / ‘Eh: ya podéis salir’», dice una voz muy alegre. «¡Por suerte no es el Consejo Judío, sino la Gestapo!».

Tanto en la película como en el libro, Arendt insiste en un asunto que afecta a la íntima raíz del genocidio: ya que los judíos fueron exterminados por ser judíos es obligado que se defendieran como judíos. La especificidad del genocidio nazi es que se practicaba sobre el ser del hombre y no sobre su conducta. Eso es lo que explica que tantos héroes alemanes de la Primera Guerra Mundial fueran llevados con todas sus medallas a los campos de exterminio. La condición ontológica de judío primaba sobre cualquier conducta episódicamente alemana. Dada esta irrevocabilidad, es explicable que Arendt cargase sobre los que presuntamente habían contribuido a destruir a su propio pueblo. Pero la simetría es artificial. Estaban siendo exterminados como judíos, pero trataban de salvarse como hombres. Como cualquier hombre, por lo demás. Es decir, atendiendo primero al círculo de su propia individualidad y de sus hijos, luego al del resto de su familia y así hasta desembocar en el círculo inevitablemente más abstracto del pueblo judío. Es decir, que las posibles deudas morales de cada uno de los perseguidos se contraían con otros hombres concretos y no con ninguna otra vaguedad (vanidad) étnica. Por desgracia, la película de Von Trotta no trata de esta áspera confrontación, aunque sí aluda a sus consecuencias.

Si puedes (yo no he podido), conviene que veas Hannah Arendt al mismo tiempo que Le dernier des injustes, el último Lanzmann. En sus entrevistas promocionales, el coloso francés ha tenido duras palabras contra Arendt y su banalidad en sentido amplio. El último de los injustos tiene como eje una entrevista con Benjamin Murmelstein, uno de esos dirigentes de consejos judíos, al cargo del campo modelo de Theresienstadt. Y una descripción de Eichmann radicalmente diferente de la de Arendt. Éstos son los adjetivos de Lanzmann en el Corriere: «Eichmann era de todo menos un aburrido burócrata: era un demonio violento, corrupto y muy astuto».

Por lo demás, querido amigo, descansaremos por unas semanas de cartas. El verano no ha llegado todavía y debo ir a por él.

Sigue con salud.

A.